Enrique
M. Rovirosa
En México, es de conocimiento generalizado
que la mayoría de los funcionarios públicos
y políticos de alto nivel aprovechan
su investidura para hacer negocios, algunos
turbios e ilícitos, en búsqueda
de enriquecerse ya sea directamente o a través
de familiares y amigos.
Lo anterior, forma parte de la corrupción
e impunidad diaria a la que nos enfrentamos
todos los mexicanos.
Así, las acusaciones recientes que ha
formulado el PRD en contra del titular de la
Secretaría de Gobernación, Juan
Camilo Mouriño, por tráfico de
influencias para favorecer a sus empresas familiares
en contratos que firmó siendo funcionario
de Petróleos Mexicanos, la verdad sea
dicha, no sorprenden a nadie.
Y aún suponiendo que dichas denuncias
resultaran infundadas, por cuanto a que no hubo
dolo o mala fe, lo menos que hacen es demostrar
la incapacidad que tuvo en ese entonces el amigo
personal y número dos del presidente
Felipe Calderón, pues no estudió
–como era su obligación- la Ley
de Responsabilidades de los Funcionarios Públicos,
misma que señala claramente que debió
abstenerse de participar en dichos contratos.
En mi opinión, el resultado final de
este episodio no alterará en nada las
cosas, pues ninguno de los principales partidos
políticos en el país quieren llevar
el asunto del tráfico de influencias,
la impunidad y, en general, el problema de la
corrupción a una discusión de
altura que permita emprender una campaña
verdadera e intensa en contra de este mal que
tanto aqueja al país.
Y es que hacerlo significaría “ponerse
la soga al cuello”.
La historia nos demuestra que el delito de
tráfico de influencias es uno de los
más difíciles de probar. Que yo
sepa, a la fecha ningún funcionario de
alto nivel o civil han sido sentenciados por
este tipo de infracción. El caso más
connotado reciente fue el relativo a los tres
hijos de Martha Sahagún, en donde dependencias
públicas les favorecieron con donaciones
y contratos en forma por demás dudosa.
Y si bien los hechos dejan en claro que si hubo
tráfico de influencias, las pruebas no
fueron lo suficientemente contundentes para
que se emitiera un fallo en contra.
La insistencia del PRD en sancionar a Mouriño
más que significar una encrucijada en
contra del tráfico de influencias y de
la corrupción, representa una campaña
con visos de obtener ventajas políticas.
Hasta ahora, los perredistas no han presentado
denuncia formal alguna ante el ministerio público,
instancia que por ley estaría obligada
a llevar el asunto a sus últimas consecuencias.
Y todo hace suponer que no lo harán,
pues para algunos hacerlo sería peder
el tiempo en virtud de que el Procurador es
nombrado por el Presidente de la Republica y,
por ende, no sería imparcial.
Este argumento ha salido a relucir varias veces
en los últimos años. Pese a ello,
hasta ahora no conozco de una iniciativa del
ley por parte del PRD tendiente a inducir cambios
relevantes que pudieran significar mejorar el
status quo.
Así, los representantes de la izquierda
en vez de buscar se aplique la normatividad
le apuestan a la condena popular, derivada del
impacto mediático que obtienen al presentar
el asunto como juicio político en el
legislativo. Saben de antemano que dicha querella
no tiene posibilidades de prosperar dada la
alianza que seguramente formarán el PAN
y el PRI, pero se conforman con el descrédito
que ocasiona al gobierno de Calderón
el sólo hecho de ventilar el asunto.
Si bien no deja de ser interesante como se
manejan los intereses partidistas en nuestro
país, la mayoría seguimos en espera
de que su trabajo se encamine a mejorar las
condiciones de vida de todos los mexicanos.
Por lo visto, hay que armarnos de mucha paciencia
pues la espera tiene visos de ser sumamente
larga.
Viernes 7
de marzo de 2008. |