Enrique
M. Rovirosa
En diciembre del 2006, el Presidente Felipe
Calderón ordenó al ejército
mexicano iniciar el combate frontal contra el
crimen organizado y el narcotráfico,
teniendo como punto de partida algunas zonas
que fueron clasificadas como de alto riesgo,
entre ellas: Michoacán, Tijuana, Guerrero,
Chihuahua, Durango y Sinaloa.
Por otra parte, en enero de este año,
el primer mandatario dejó de lado las
peticiones de aquellos sectores que exigen el
retorno de la milicia a los cuarteles y que
sean las fuerzas policíacas quienes combatan
al crimen organizado, al publicar el decreto
con el Programa Sectorial de Defensa Nacional
2007-2012, en el que manifiesta que las fuerzas
armadas mantendrán su participación
en esta encrucijada, pues tendrán la
encomienda de “recuperar la fortaleza
del Estado y la seguridad en la convivencia
social mediante el combate frontal al narcotráfico
y otras expresiones del crimen organizado”.
Así, queda claro que en lo que resta
de este sexenio será cosa común
ver que las fuerzas armadas mantengan un rol
activo en esta lucha, independientemente que
con ello se violen los derechos ciudadanos consagrados
en la Constitución.
En este tenor, la pregunta obligada que surge
es ¿Podrán las tropas erradicar
los problemas de inseguridad que vive el país?
En mi opinión la respuesta es un contundente
no.
Apoyo mi objeción en los resultados
obtenidos hasta ahora: después de más
de 1 año de intervención militar,
lejos de observarse una disminución de
las actividades ilícitas, éstas
crecen a un ritmo vertiginoso.
Reconozco que el ejército es de gran
ayuda en las actividades de vigilancia y captura
de delincuentes; sin embargo, el problema va
más allá de estas acciones. Se
requiere de una labor de investigación
e inteligencia que permita descubrir y reunir
las pruebas necesarias sobre aquellos que constituyen
las cabezas de las organizaciones delictivas,
así como quienes les apoyan desde diferentes
entes públicos y privados.
Para lograr lo anterior tiene que haber un
reconocimiento tácito de que la corrupción
generalizada en el país ha sido uno de
los factores clave que explican el explosivo
crecimiento de la inseguridad y el crimen organizado.
Con ello, que la violencia y la delincuencia
constituyen a su vez, causa y efecto de la corrupción
que impera.
Lo anterior, exige adoptar medidas paralelas
que se traduzcan en poner fin a la impunidad
y la falta de respeto al estado de derecho,
hechos que caracterizan nuestro quehacer diario.
De nada sirven los retenes -tanto militares
como policíacos- si no se acompaña
este accionar con el arresto y consignación
de funcionarios públicos de todas las
ramas y niveles así como de hombres de
negocios que se prestan al lavado del dinero
producto de las actividades ilícitas.
Estoy seguro que, en el caso de Baja California,
una investigación a fondo daría
como resultados el poder reunir en poco tiempo,
pruebas suficientes para señalar y probar
la complicidad en todo tipo de actividades ilícitas
a presidentes municipales, gobernadores, jefes
de corporaciones policíacas, jueces,
magistrados y militares, en activo o retirados,
así como a ejecutivos financieros y prestigiados
hombres de negocios, entre otros.
Y es que sin necesidad de investigación
alguna, la sociedad de Baja California ya conoce
los nombres de muchos de estos personajes involucrados.
¿Acaso el Estado mexicano no tiene los
medios para hacer lo mismo y actuar en consecuencia?
Mientras no se ejerza acción penal en
contra de este tipo de personalidades, todo
intento por socavar la delincuencia y el crimen
organizado en nuestro país está
condenado al fracaso. Estoy convencido de que
esto lo saben perfectamente tanto el presidente
Calderón como los encargados de la procuración
de justicia y, sin embargo, no actúan.
Mientras no lo hagan, la inseguridad no sólo
continuará sino se agravará. Lo
vemos con la corrupción, por lo que el
tiempo dirá.
Viernes 2
de mayo de 2008. |